Desde entonces, el cartel de prohibido fumar se ha colgado deforma gradual en Virginia, primero en las oficinas y dependencias públicas, luego en bares y restaurantes. Y dentro de unos meses llegará a todas las cárceles del estado, siguiendo los pasos de otros 23 en los que el tabaco ya desapareció de las prisiones.
El sistema penitenciario de este estado sureño cuenta con una población carcelaria de 32.161 internos repartidos en 40 centros donde trabajan 13.000 funcionarios. Para algunos, serán los principales perjudicados cuando dentro de ocho meses se prohíban los cigarrillos en las cárceles, aunque las autoridades insisten en que tanto presos como trabajadores serán los mayores beneficiados por la medida.
Sin embargo, hay quienes no lo tienen tan claro, como el congresista local Morgan Griffith. Fue una de las voces contrarias a la decisión de prohibir el consumo de tabaco en bares y restaurantes, medida aprobada hace tres meses y que entrará en vigor el 1 de diciembre. Y aunque ahora no tiene ningún problema en que también se extienda el veto a las cárceles, se pregunta por los «efectos» que tendrá una decisión así entre los reclusos.
La respuesta llega rauda y veloz desde la oficina del gobernador. Su portavoz, Lynda Tran, intenta echar por tierra todas las teorías que circulan últimamente en los periódicos locales sobre las consecuencias de prohibir fumar a los presos. ¿Se amotinarán los internos con mono? ¿No estaremos dando pie a que aumente el contrabando? «Desde que comenzó el proyecto piloto en ocho cárceles no se han registrado incidentes», responde, tajante.
El director del Departamento de Servicios Correccionales, Gene M. Johnson, ya ha comunicado a sus funcionarios que a partir del 1 de febrero del 2010 todos los centros penitenciarios serán espacios libres de humo, en una circular en la que también les informa de que tendrán a su disposición programas para dejar de fumar. Chicles, parches y terapias de sustitución de la nicotina que también podrán recibir los presos, para que el proceso sea lo menos traumático posible.
La medida cuenta con el beneplácito de la Secretaría de Seguridad Pública del estado, que asegura que uno de los grandes beneficios de proscribir el tabaco en las cárceles es que permitirá acabar con una práctica muy extendida y que siempre se ha prestado a todo tipo de suspicacias: el uso de cigarrillos como moneda de cambio entre los presos, o incluso entre presos y funcionarios.
Pero en el país de los estudios e informes por encargo también hay quienes encuentran sus argumentos científicos para combatir ese enfoque. Una investigación de la Universidad Estatal de Salud Pública de Ohio aparecida en el diario The Washington Post revela que la eliminación del tabaco en los centros penitenciarios aumenta considerablemente las posibilidades de que se acabe convirtiendo en un elemento más de contrabando.
Para la tranquilidad de los reclusos, una vez que entre en vigor la nueva normativa, si son pillados infraganti saciando su ansiedad por la falta de nicotina su comportamiento será considerado una «falta administrativa». Eso significa que solo acarreará la pérdida de ciertos privilegios, pero nunca representará un motivo para emprender un enjuiciamiento criminal, tal como sí ocurre con el consumo de drogas o el uso de teléfonos móviles, terminantemente prohibidos en las cárceles de Virginia.
De todas formas, quizá habría algún que otro preso virginiano al que le podría el mono y pediría a gritos su traslado a una cárcel española, donde los internos pueden fumar en los patios de los centros penitenciarios o incluso en sus propias celdas, puesto que la ley antitabaco que entró en vigor en enero del 2006 entiende que son «espacios privados». Seguro que en la cinematográfica prisión de Wakefield, el alcaide Brubaker (Robert Redford) sí les permitiría seguir cumpliendo condena entre calada y calada.